“La juventud es una
construcción cultural y social, que pretende incluir aquellos procesos
relacionados con el paso de la infancia a la vida adulta” (Margaret Mead)[1]. Los jóvenes adolescentes
se encuentran en un momento vital y de especial trance en sus vidas: el paso de
la niñez a la vida adulta, una especie de limbo donde se les exige en algunos
casos ser adultos mientras que en otros seguir siendo niños. Un momento en el
que deben encontrar su lugar en el mundo y en el que están sometidos a
presiones, normas, futuro incierto, descubrimiento de la sexualidad… Rechazan
dictados adultos y, como debe ser, prefieren construir su identidad a base de
experiencias, mientras los adultos nos empeñamos en obligarles a seguir los
convencionalismos sociales que ellos no entienden, en lugar de comprender que
es necesario distanciarnos de ellos para lograr la aproximación, lo que
Brignoni, S. (2012:131) llama “acompañamiento
silencioso”.
En nuestro caso, no nos encontramos con la imagen estereotipada
(sin negar que exista,
por supuesto) de los adolescentes. El grupo de patinaje que observo durante toda una tarde no se compone de chicos y chicas que acusen rebeldía, ni van vestidos de forma llamativa, ni tienen piercings o tatuajes. Se trata de un grupo de adolescentes cuyo malestar -por el hecho del tránsito en el que se encuentran- no es demasiado acusado. Pertenecen a clases medias y acomodadas. Tienen problemas y presiones, como todo adolescente, pero no suman a este proceso otras dificultades familiares o sociales. Su objetivo en el Centro Deportivo es “estar con sus amigos/as y olvidar los problemas de los estudios y las normas de casa” (Carmen, 14 años). El patinaje les sirve, entonces, como catalizador de malestar personal y como medio para la socialización entre iguales. Sus conflictos son de baja intensidad y no van más allá que las discusiones típicas de quién está todo el día junto a otro.
por supuesto) de los adolescentes. El grupo de patinaje que observo durante toda una tarde no se compone de chicos y chicas que acusen rebeldía, ni van vestidos de forma llamativa, ni tienen piercings o tatuajes. Se trata de un grupo de adolescentes cuyo malestar -por el hecho del tránsito en el que se encuentran- no es demasiado acusado. Pertenecen a clases medias y acomodadas. Tienen problemas y presiones, como todo adolescente, pero no suman a este proceso otras dificultades familiares o sociales. Su objetivo en el Centro Deportivo es “estar con sus amigos/as y olvidar los problemas de los estudios y las normas de casa” (Carmen, 14 años). El patinaje les sirve, entonces, como catalizador de malestar personal y como medio para la socialización entre iguales. Sus conflictos son de baja intensidad y no van más allá que las discusiones típicas de quién está todo el día junto a otro.
Los chicos y chicas están encantados con las
posibilidades que el Centro les ofrece, a pesar de sus deficientes
instalaciones y poca oferta de actividades. Ana (15 años), por ejemplo, se
queja amargamente de que para el patinaje artístico es necesario practicar
danza clásica y no pueden hacerlo allí, sino que deben buscar algún colegio que
les ceda algún gimnasio o incluso a veces, practicarlo en parques públicos en
la calle. Manuel, el monitor, me comenta que a estas alturas es normal que los
chicos/as estén contentos con las actividades, porque aquellos/as que han tenido
otro tipo de actitud han terminado abandonando.
Es evidente, observo, que me encuentro ante un grupo
privilegiado de chicos y chicas. Son el tipo de adolescente que el sistema
acepta y quiere, menos rebeldes y más productivos. Pertenecientes a clases
sociales medias y cuyas características los hacen usuarios en potencia de todo
el despliegue en equipamientos públicos que la Administración diseña y oferta.